martes, 10 de diciembre de 2013

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La noche del sábado teníamos una cena de grupo organizada. Albóndigas con tomate, cerdo con salsa de cereza, arroz con azafrán, vegetales y hierbajos variados y medio kilo de patatas. Todo en el mismo plato. Y gratis. A favor, claro. Además estaba bastante decente. Eso sí, se me ocurrió salir a fumarme un cigar a la terraza del restaurante sin abrigo, así que volví con escarcha en el bigote. Estando en la terraza, un suizo como de 30 años empezó a observarme con mirada humanitaria al enterarse de que yo era español.

Me preguntó cosas como si los españoles todavía podíamos comer. Le dije que en su país habían votado no en un referéndum para limitar la distancia salarial entre los ejecutivos y los trabajadores, y que yendo en ese plan acabarán con la misma desigualdad que en España. Él me respondió que es bueno fomentar la competitividad. Yo le dije que es muy fácil defender eso cuando el que menos cobra de la empresa gana 5000 euros. Me contestó que en Suiza eran muy ricos pero que se aburrían mucho, y que en España por lo menos teníamos sol (?) y éramos graciosos. Me fui.

Los irlandeses son maravillosos. Tienen todo lo bueno de los españoles pero no gritan tanto. También son espabilados como nosotros, y saben que si hay una discoteca gratis debes ir a ponerte el sello y luego pirarte a beber a la habitación del hostel. Intenté seguir su ritmo pero solo lo conseguí a medias. Primero bebí cerveza, luego compramos un cuarto de litro de vodka de sabores para cada uno y ya después un litro de vodka para cada dos. Maravilloso. Les debí echar una chapa importante sobre todo lo que se me pasó por la cabeza. Además cuando voy borracho no consigo conjugar y me enfado conmigo mismo, así que puedo estar media hora diciendo “I was, no, I were, joder, I had been…I gone…Ok, doesn’t mind”.

Os contaría qué tal era la discoteca a la que fuimos, pero no me acuerdo. Tampoco sé cómo volví al hostel. Pero sí recuerdo haber meado de madrugada en las calles de Cracovia, cuando mi pene pasó a ser un Frigopene. De todos modos me lo pasé genial. Al día siguiente me levanté de resaca y me tiré encima de la máquina de café. Pero no había. Hicimos la maleta a toda prisa y partimos hacia Auschwitz-Birkenau.

Todo el subidón del fin de semana se fue diluyendo poco a poco según me adentraba más y más en uno de los resquicios más podridos de la historia humana. No llego a entender tanta crueldad, ni siquiera partiendo del máximo odio posible. Me lo imaginaba distinto, mucho más pequeño, más vallado, más derruido. Me destruye pensar en los diciembres de aquellos prisioneros, trabajando con harapos en el paisaje polaco: llano, frío, inhóspito. Aunque al menos si sentías la nieve colándose en las entrañas era porque todavía estabas vivo. En fin, definitivamente no fue un buen colofón para el viaje.

Me subí al autobús y como me había bebido un litro de Coca-Cola no pude dormir ni un minuto de las siete tediosas horas de viaje vuelta a casa. Al llegar a Praga nos despedimos de la gente y recuerdo que me dieron ganas de quitarme el abrigo, porque después de conocer el invierno polaco, el checo se antoja tropical. Nos compramos una caja de 20 nuggets en el McDonalds, unas patatas grandes y dos coca-colas. Ana se puso a hacer un trabajo y yo a leer sobre los personajes que horas antes me habían aterrorizado en Auschwitz.

Nos acostamos como a las cinco de la mañana, y yo seguía sin poder dormir así que estuve dando vueltas en la cama, leyendo y releyendo el Twitter. A las seis y media, en ese momento en el que estás con un ojo abierto y el otro cerrado, noté que había un grupo de gente hablando y riendo al otro lado de la puerta. He de decir que nunca cerramos la puerta con llave cuando nos vamos a dormir. Y claro, como en toda historia de terror que se precie, empezaron a aporrearla. Después de 10 minutos de golpes y gritos en checo no me quedó más remedio que despertar a Ana y hacerla partícipe del drama.

Ana se despertó como en una película de David Lynch. Me preguntó si estaba despierta o dormida. Me dijo que estaba soñando que venían a robar a casa. Le dije que alguien estaba llamando a la puerta. Mientras buscaba algo de ropa para ponerme, ella abrió la puerta y gritó WHAT DO YOU WANT? Uno de los cinco skinhead le enseñó su móvil y le preguntó si conocía al tío de la foto. Ana respondió que no y cerró de un portazo. Yo me lancé a la cerradura. Tuvimos que dormir juntos. Al día siguiente Ana le preguntó a un vecino y resulta que era la mafia rusa buscando a un hombre que debía dinero. Me gustaría decir que estamos mucho más tranquilos, pero no lo tengo claro. Este país es maravilloso. 

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