La noche
del sábado teníamos una cena de grupo organizada. Albóndigas con tomate, cerdo
con salsa de cereza, arroz con azafrán, vegetales y hierbajos variados y medio
kilo de patatas. Todo en el mismo plato. Y gratis. A favor, claro. Además
estaba bastante decente. Eso sí, se me ocurrió salir a fumarme un cigar a la
terraza del restaurante sin abrigo, así que volví con escarcha en el bigote. Estando
en la terraza, un suizo como de 30 años empezó a observarme con mirada
humanitaria al enterarse de que yo era español.
Me preguntó
cosas como si los españoles todavía podíamos comer. Le dije que en su país
habían votado no en un referéndum para limitar la distancia salarial entre los
ejecutivos y los trabajadores, y que yendo en ese plan acabarán con la misma
desigualdad que en España. Él me respondió que es bueno fomentar la
competitividad. Yo le dije que es muy fácil defender eso cuando el que menos
cobra de la empresa gana 5000 euros. Me contestó que en Suiza eran muy ricos pero
que se aburrían mucho, y que en España por lo menos teníamos sol (?) y éramos
graciosos. Me fui.
Los
irlandeses son maravillosos. Tienen todo lo bueno de los españoles pero no
gritan tanto. También son espabilados como nosotros, y saben que si hay una
discoteca gratis debes ir a ponerte el sello y luego pirarte a beber a la
habitación del hostel. Intenté seguir su ritmo pero solo lo conseguí a medias. Primero
bebí cerveza, luego compramos un cuarto de litro de vodka de sabores para cada
uno y ya después un litro de vodka para cada dos. Maravilloso. Les debí echar
una chapa importante sobre todo lo que se me pasó por la cabeza. Además cuando
voy borracho no consigo conjugar y me enfado conmigo mismo, así que puedo estar
media hora diciendo “I was, no, I were,
joder, I had been…I gone…Ok, doesn’t mind”.
Os contaría
qué tal era la discoteca a la que fuimos, pero no me acuerdo. Tampoco sé cómo
volví al hostel. Pero sí recuerdo haber meado de madrugada en las calles de
Cracovia, cuando mi pene pasó a ser un Frigopene. De todos modos me lo pasé
genial. Al día siguiente me levanté de resaca y me tiré encima de la máquina de
café. Pero no había. Hicimos la maleta a toda prisa y partimos hacia Auschwitz-Birkenau.
Todo el
subidón del fin de semana se fue diluyendo poco a poco según me adentraba más y
más en uno de los resquicios más podridos de la historia humana. No llego a
entender tanta crueldad, ni siquiera partiendo del máximo odio posible. Me lo
imaginaba distinto, mucho más pequeño, más vallado, más derruido. Me destruye
pensar en los diciembres de aquellos prisioneros, trabajando con harapos en el
paisaje polaco: llano, frío, inhóspito. Aunque al menos si sentías la nieve
colándose en las entrañas era porque todavía estabas vivo. En fin,
definitivamente no fue un buen colofón para el viaje.
Me subí al
autobús y como me había bebido un litro de Coca-Cola no pude dormir ni un
minuto de las siete tediosas horas de viaje vuelta a casa. Al llegar a Praga
nos despedimos de la gente y recuerdo que me dieron ganas de quitarme el
abrigo, porque después de conocer el invierno polaco, el checo se antoja
tropical. Nos compramos una caja de 20 nuggets
en el McDonalds, unas patatas grandes y dos coca-colas. Ana se puso a hacer un
trabajo y yo a leer sobre los personajes que horas antes me habían aterrorizado
en Auschwitz.
Nos
acostamos como a las cinco de la mañana, y yo seguía sin poder dormir así que
estuve dando vueltas en la cama, leyendo y releyendo el Twitter. A las seis y
media, en ese momento en el que estás con un ojo abierto y el otro cerrado,
noté que había un grupo de gente hablando y riendo al otro lado de la puerta.
He de decir que nunca cerramos la puerta con llave cuando nos vamos a dormir. Y
claro, como en toda historia de terror que se precie, empezaron a aporrearla. Después de 10 minutos de golpes y gritos en checo no me quedó más
remedio que despertar a Ana y hacerla partícipe del drama.
Ana se
despertó como en una película de David Lynch. Me preguntó si estaba despierta o
dormida. Me dijo que estaba soñando que venían a robar a casa. Le dije que
alguien estaba llamando a la puerta. Mientras buscaba algo de ropa para
ponerme, ella abrió la puerta y gritó WHAT DO YOU WANT? Uno de los cinco skinhead le enseñó su móvil y le preguntó
si conocía al tío de la foto. Ana respondió que no y cerró de un portazo. Yo me
lancé a la cerradura. Tuvimos que dormir juntos. Al día siguiente Ana le
preguntó a un vecino y resulta que era la mafia rusa buscando a un hombre que
debía dinero. Me gustaría decir que estamos mucho más tranquilos, pero no lo
tengo claro. Este país es maravilloso.
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