lunes, 9 de diciembre de 2013

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Tocaba visitar Cracovia y Auschwitz-Birkenau. La verdad es que Polonia es un país que nunca me ha atraído, pero como los viajes que organiza Student Zone son muy baratos y muy bien organizados, nos apuntamos. Como de costumbre, la noche antes del viaje no dormimos, haciendo trabajos para la Universidad entre cafés y porros. Eso sí, después del drama he conseguido entregar un análisis decente del programa electoral de EQUO. Quince páginas en inglés que han supuesto un step más hacia el bilingüismo pero un step menos hacia mi estabilidad mental.

Teníamos la calefacción y el agua caliente de casa estropeados, así que nos plantamos en Hlavní Nádraží congelados, sin habernos duchado y en mi caso con gafas, porque tenía conjuntivitis. Menos mal que no pretendía usar mis armas de seducción en Cracovia, porque estoy en esa etapa del año en la que te sientes extremadamente feo. Nos subimos al autobús para comenzar un apasionante viaje de 7 horas por las nevadas carreteras centroeuropeas. Llevábamos toda la semana durmiendo a ratos, así que en cuanto nos sentamos Ana se dedicó a babearme el hombro y yo a golpearme contra la ventana, despertándome cada diez minutos. 

Tras atravesar cientos de barriadas comunistas repletas de altísimos bloques de cemento gris, llegamos al centro de Cracovia, que afortunadamente es bastante más bonito. No sé dónde está mi umbral máximo de frío, pero las tormentas de nieve polacas lo han rozado de cerca. Ni siquiera fuimos capaces de terminar el tour guiado por la ciudad. Los polacos son bastante más amables y simpáticos que los checos y bastante menos agresivos que los húngaros. Tienen una iglesia por habitante (hasta siete en la misma calle) y yo pensaba que serían estilo extremismo Intereconomía, pero simplemente son como abuelas españolas que acuden a misa por inercia y ponen velas a los santos. O al menos eso me pareció a mí.

Lulu, la organizadora siberiana del viaje, nos colocó a Ana y a mí en una habitación del Kraków Hostel con cuatro irlandeses. Y llegó el día D de nuestra estancia Erasmus. Por fin tenemos amigos. O un conato de ello, vaya. Pasamos de ir a la fiesta en un tranvía porque valía seis euros y además Ana tenía que hacer un trabajo para la Universidad. Le rogué que saliésemos después a la discoteca con el resto de Erasmus porque necesitaba algo de diversión tras una semana catastrófica. Ella se negó, obviamente, pero después de que uno de los irlandeses llegase etílico y sus amigos le metiesen en la cama, aprovechamos que habían vuelto al hostel y salimos con ellos. Por cierto, John había comprado vodka de avellanas, que se bebe mezclado con leche. A mi me pareció una guarrada pero el caso es que me invitó a un par de chupitos y era como beber Baileys con sabor a Nutella. Sorprendentemente bueno.

Fue la primera vez en años que Ana se bebió dos vodkas. Yo me bebí alguno más, porque cada copa costaba unos 3 euros y medio. Aquí todo el mundo da por hecho que Ana y yo somos pareja. De hecho, Lulu nos preguntó si habíamos protagonizado esa leyenda urbana de la pareja que folló en los baños del barco de Budapest. Después de litros de vodka polaco, no sé ni cómo volví al hostel. Estuvimos hablando con Lulu hasta que Ana empezó a quedarse sobada en una silla. Cuando entramos en la habitación nos dimos cuenta de que la nieve se estaba colando por la ventana, así que dormimos juntos.

Al día siguiente llegó Marcelo con un amigo suyo de Brasil, Henrique. Dimos vueltas por la ciudad y comimos una sopa que sabía rara, como a patatas y nata agria, pero estaba buena. La cerveza polaca, también buena. De vuelta al hostel me sentí como la bolsa de plástico de American Beauty, porque el viento hacía conmigo lo que le daba la gana. Españoles que bailan y saludan como idiotas. La nieve lo cubría todo, y no sabía si estaba en la acera, en medio de la calzada o a punto de ser atropellado por un tranvía.

Era la primera vez que Marcelo veía la nieve, así que Ana y él estuvieron todo el día tirándose pelotazos en plan Love Actually. Mientras tanto, yo me dediqué a gritar que estaba lloviendo cocaína. Ellos querían tener una cena romántica y todo eso, así que le pregunté a los irlandeses si podía acoplarme con ellos para cenar y salir. Y como son encantadores, me acogieron, así que me fui a dormir la siesta. Hay cosas que nunca cambian.

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