domingo, 15 de diciembre de 2013

/21/


Estoy un poco agobiado porque se me echa encima la semana de exámenes y trabajos finales y no ando muy motivado. Tampoco es que los exámenes sean especialmente difíciles, pero tengo cero ganas de ser productivo, así que este fin de semana hemos decidido recuperar la juventud y la vitalidad. El viernes celebramos un cliché, la Spanish Party, ese engendro culinario que organizan todos los españoles de Erasmus para dejar flipaos a los extranjeros con cuatro chorradas.

Hice ensaladilla rusa, gambas al ajillo y patatas alioli. Amanda hizo tres tortillas y ensalada de pimientos. Ana durmió la siesta y al levantarse hizo pan tumaca medio desnuda. Por otro lado hubo pork rave, con chorizo, jamón, fuet y tal. También melón con jamón. La sangría salió regular porque obviamente el vino aquí no es como en España, pero a nadie pareció importarle. Amanda había propuesto que mancillásemos la paella, pero se lo prohibí explícitamente, que suficiente sufre la pobre siendo violada en cientos de chiringuitos, menús del día y secciones de platos preparados.

La fiesta se dividió entre los que preferían beber a comer y los que podrían haber estado atados a la pata de la mesa. Yo me lo pasé muy bien, vaya. Al día siguiente me levanté rollo walking dead y me arrastré hasta la cocina para conseguir algo de agua. Todavía no hemos recogido, y está el piso que parece la Guerra de Kosovo. Hay hasta cadáveres y miembros seccionados por ahí. Fatal. Durante toda la tarde nos dedicamos a ver tutoriales de peinados en Youtube. Lo que pasa es que en el neceser de Ana hay exactamente tres horquillas, un peine y una goma de pelo, así que quedó un poco princesa low cost.

Llegamos una hora tarde al cumpleaños de Vivien y cuando llegamos ya había gente vomitando. Ana decidió no parar de liarse porros, y fue una idea terrible, porque hacía tiempo que no estaba tan fumado. Se me caían las lágrimas de la risa porque todo era un espectáculo. Un lituano sin cejas guapísimo le regaló a Vivien una taza, una botella de vino, unos bombones y unas botellitas de vodka al tiempo que le decía “nice to meet you”. De verdad, cuanta bondad desinteresada hay en el mundo.

Luego había una eslovaca muy maja que no paraba de hacerse Bongs, un polaco insoportable y personajes variopintos. Resulta que el chico más guapo que jamás habíamos visto en nuestra vida era de Tayikistán (sí, he buscado en Google). Yo me imaginaba a sus habitantes estilo Borat, pero resulta que no. Después viví una de las situaciones más absurdas de mi vida: dos personas contándome a la vez que eran fieramente veganas mientras comían nuggets. También fue la primera vez en mi vida que vi a una china fumar porros. Bueno, en realidad era coreana y no dejaba de decir “cooooool”. Nunca había visto a una persona despierta con los ojos tan sumamente cerrados. Descartes no habría sido capaz de discernir si estaba en sueño o en vigilia.

Otro personaje espectacular era una señora así como Tamara Gorro en versión incluso-más-choni a la que apodamos La Leona. Sus aportaciones fueron: apoyarse llorando en el marco de una puerta diciendo que solo conseguía ser graciosa cuando bebía, desmayarse sobre una pared y quedarse dormida en la puerta del baño impidiendo el paso. Por otro lado, estuvo toda la noche (antes de morir, se entiende) haciendo el paso de baile que hace Madonna en el videoclip de Hung Up, así que también recibió el sobrenombre de La Rana.

Llevaba toda la semana ocultándole a Ana que Marcelo venía el sábado, así que cuando llegó fue como un episodio de Hay una cosa que te quiero decir. Lo único que Ana estaba completamente fumada y no quedó tan romántico. Ellos se largaron a casa a repoblar el planeta y yo con los irlandeses al SaSaZu, que es una discoteca que está donde Cristo perdió el sombrero. Concretamente cogimos tres tranvías diferentes para llegar. Me lo pasé genial, pero John me invitó a un chupito de algo horrible y me tuve que pedir un gintonic para sobrellevar el drama. Y claro, vas sumando copas y la lías.

Total, que me quedé dormido en un sofá con Lucia y el puertas nos acompañó amablemente a la puerta. Vino Lulu a por nuestros tickets del ropero para darnos nuestros abrigos pero resulta que Lucia no tenía el suyo, así que nos turnamos mi Columbia para no morir de hipotermia. No sé cómo cojones conseguí encontrar el bus correcto, pero después de una hora conseguimos llegar a casa. Me comí un Big Mac con patatas y Coca Cola y le eché la chapa a Lucia hasta que el tranvía a su casa volvió a estar operativo. Me dormí y hoy me he levantado con resaca doble, así que no se cómo voy a hacer todo lo que tengo que hacer esta semana. Dame fuerza, Virgencita.

martes, 10 de diciembre de 2013

/20/


La noche del sábado teníamos una cena de grupo organizada. Albóndigas con tomate, cerdo con salsa de cereza, arroz con azafrán, vegetales y hierbajos variados y medio kilo de patatas. Todo en el mismo plato. Y gratis. A favor, claro. Además estaba bastante decente. Eso sí, se me ocurrió salir a fumarme un cigar a la terraza del restaurante sin abrigo, así que volví con escarcha en el bigote. Estando en la terraza, un suizo como de 30 años empezó a observarme con mirada humanitaria al enterarse de que yo era español.

Me preguntó cosas como si los españoles todavía podíamos comer. Le dije que en su país habían votado no en un referéndum para limitar la distancia salarial entre los ejecutivos y los trabajadores, y que yendo en ese plan acabarán con la misma desigualdad que en España. Él me respondió que es bueno fomentar la competitividad. Yo le dije que es muy fácil defender eso cuando el que menos cobra de la empresa gana 5000 euros. Me contestó que en Suiza eran muy ricos pero que se aburrían mucho, y que en España por lo menos teníamos sol (?) y éramos graciosos. Me fui.

Los irlandeses son maravillosos. Tienen todo lo bueno de los españoles pero no gritan tanto. También son espabilados como nosotros, y saben que si hay una discoteca gratis debes ir a ponerte el sello y luego pirarte a beber a la habitación del hostel. Intenté seguir su ritmo pero solo lo conseguí a medias. Primero bebí cerveza, luego compramos un cuarto de litro de vodka de sabores para cada uno y ya después un litro de vodka para cada dos. Maravilloso. Les debí echar una chapa importante sobre todo lo que se me pasó por la cabeza. Además cuando voy borracho no consigo conjugar y me enfado conmigo mismo, así que puedo estar media hora diciendo “I was, no, I were, joder, I had been…I gone…Ok, doesn’t mind”.

Os contaría qué tal era la discoteca a la que fuimos, pero no me acuerdo. Tampoco sé cómo volví al hostel. Pero sí recuerdo haber meado de madrugada en las calles de Cracovia, cuando mi pene pasó a ser un Frigopene. De todos modos me lo pasé genial. Al día siguiente me levanté de resaca y me tiré encima de la máquina de café. Pero no había. Hicimos la maleta a toda prisa y partimos hacia Auschwitz-Birkenau.

Todo el subidón del fin de semana se fue diluyendo poco a poco según me adentraba más y más en uno de los resquicios más podridos de la historia humana. No llego a entender tanta crueldad, ni siquiera partiendo del máximo odio posible. Me lo imaginaba distinto, mucho más pequeño, más vallado, más derruido. Me destruye pensar en los diciembres de aquellos prisioneros, trabajando con harapos en el paisaje polaco: llano, frío, inhóspito. Aunque al menos si sentías la nieve colándose en las entrañas era porque todavía estabas vivo. En fin, definitivamente no fue un buen colofón para el viaje.

Me subí al autobús y como me había bebido un litro de Coca-Cola no pude dormir ni un minuto de las siete tediosas horas de viaje vuelta a casa. Al llegar a Praga nos despedimos de la gente y recuerdo que me dieron ganas de quitarme el abrigo, porque después de conocer el invierno polaco, el checo se antoja tropical. Nos compramos una caja de 20 nuggets en el McDonalds, unas patatas grandes y dos coca-colas. Ana se puso a hacer un trabajo y yo a leer sobre los personajes que horas antes me habían aterrorizado en Auschwitz.

Nos acostamos como a las cinco de la mañana, y yo seguía sin poder dormir así que estuve dando vueltas en la cama, leyendo y releyendo el Twitter. A las seis y media, en ese momento en el que estás con un ojo abierto y el otro cerrado, noté que había un grupo de gente hablando y riendo al otro lado de la puerta. He de decir que nunca cerramos la puerta con llave cuando nos vamos a dormir. Y claro, como en toda historia de terror que se precie, empezaron a aporrearla. Después de 10 minutos de golpes y gritos en checo no me quedó más remedio que despertar a Ana y hacerla partícipe del drama.

Ana se despertó como en una película de David Lynch. Me preguntó si estaba despierta o dormida. Me dijo que estaba soñando que venían a robar a casa. Le dije que alguien estaba llamando a la puerta. Mientras buscaba algo de ropa para ponerme, ella abrió la puerta y gritó WHAT DO YOU WANT? Uno de los cinco skinhead le enseñó su móvil y le preguntó si conocía al tío de la foto. Ana respondió que no y cerró de un portazo. Yo me lancé a la cerradura. Tuvimos que dormir juntos. Al día siguiente Ana le preguntó a un vecino y resulta que era la mafia rusa buscando a un hombre que debía dinero. Me gustaría decir que estamos mucho más tranquilos, pero no lo tengo claro. Este país es maravilloso. 

lunes, 9 de diciembre de 2013

/19/


Tocaba visitar Cracovia y Auschwitz-Birkenau. La verdad es que Polonia es un país que nunca me ha atraído, pero como los viajes que organiza Student Zone son muy baratos y muy bien organizados, nos apuntamos. Como de costumbre, la noche antes del viaje no dormimos, haciendo trabajos para la Universidad entre cafés y porros. Eso sí, después del drama he conseguido entregar un análisis decente del programa electoral de EQUO. Quince páginas en inglés que han supuesto un step más hacia el bilingüismo pero un step menos hacia mi estabilidad mental.

Teníamos la calefacción y el agua caliente de casa estropeados, así que nos plantamos en Hlavní Nádraží congelados, sin habernos duchado y en mi caso con gafas, porque tenía conjuntivitis. Menos mal que no pretendía usar mis armas de seducción en Cracovia, porque estoy en esa etapa del año en la que te sientes extremadamente feo. Nos subimos al autobús para comenzar un apasionante viaje de 7 horas por las nevadas carreteras centroeuropeas. Llevábamos toda la semana durmiendo a ratos, así que en cuanto nos sentamos Ana se dedicó a babearme el hombro y yo a golpearme contra la ventana, despertándome cada diez minutos. 

Tras atravesar cientos de barriadas comunistas repletas de altísimos bloques de cemento gris, llegamos al centro de Cracovia, que afortunadamente es bastante más bonito. No sé dónde está mi umbral máximo de frío, pero las tormentas de nieve polacas lo han rozado de cerca. Ni siquiera fuimos capaces de terminar el tour guiado por la ciudad. Los polacos son bastante más amables y simpáticos que los checos y bastante menos agresivos que los húngaros. Tienen una iglesia por habitante (hasta siete en la misma calle) y yo pensaba que serían estilo extremismo Intereconomía, pero simplemente son como abuelas españolas que acuden a misa por inercia y ponen velas a los santos. O al menos eso me pareció a mí.

Lulu, la organizadora siberiana del viaje, nos colocó a Ana y a mí en una habitación del Kraków Hostel con cuatro irlandeses. Y llegó el día D de nuestra estancia Erasmus. Por fin tenemos amigos. O un conato de ello, vaya. Pasamos de ir a la fiesta en un tranvía porque valía seis euros y además Ana tenía que hacer un trabajo para la Universidad. Le rogué que saliésemos después a la discoteca con el resto de Erasmus porque necesitaba algo de diversión tras una semana catastrófica. Ella se negó, obviamente, pero después de que uno de los irlandeses llegase etílico y sus amigos le metiesen en la cama, aprovechamos que habían vuelto al hostel y salimos con ellos. Por cierto, John había comprado vodka de avellanas, que se bebe mezclado con leche. A mi me pareció una guarrada pero el caso es que me invitó a un par de chupitos y era como beber Baileys con sabor a Nutella. Sorprendentemente bueno.

Fue la primera vez en años que Ana se bebió dos vodkas. Yo me bebí alguno más, porque cada copa costaba unos 3 euros y medio. Aquí todo el mundo da por hecho que Ana y yo somos pareja. De hecho, Lulu nos preguntó si habíamos protagonizado esa leyenda urbana de la pareja que folló en los baños del barco de Budapest. Después de litros de vodka polaco, no sé ni cómo volví al hostel. Estuvimos hablando con Lulu hasta que Ana empezó a quedarse sobada en una silla. Cuando entramos en la habitación nos dimos cuenta de que la nieve se estaba colando por la ventana, así que dormimos juntos.

Al día siguiente llegó Marcelo con un amigo suyo de Brasil, Henrique. Dimos vueltas por la ciudad y comimos una sopa que sabía rara, como a patatas y nata agria, pero estaba buena. La cerveza polaca, también buena. De vuelta al hostel me sentí como la bolsa de plástico de American Beauty, porque el viento hacía conmigo lo que le daba la gana. Españoles que bailan y saludan como idiotas. La nieve lo cubría todo, y no sabía si estaba en la acera, en medio de la calzada o a punto de ser atropellado por un tranvía.

Era la primera vez que Marcelo veía la nieve, así que Ana y él estuvieron todo el día tirándose pelotazos en plan Love Actually. Mientras tanto, yo me dediqué a gritar que estaba lloviendo cocaína. Ellos querían tener una cena romántica y todo eso, así que le pregunté a los irlandeses si podía acoplarme con ellos para cenar y salir. Y como son encantadores, me acogieron, así que me fui a dormir la siesta. Hay cosas que nunca cambian.