martes, 19 de noviembre de 2013

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La susodicha guía era muy maja, pero no conocía ningún dato sobre nada y se limitaba a contonearse, señalar cosas y tener ataques de risa. De hecho olvidó enseñarnos algunos monumentos aunque estuviesen delante de su angulosa nariz. Pese a sus intentos por boicotear Budapest, lo cierto es que creo que es la ciudad más bonita en la que he estado. A años luz de Praga. Y a varias galaxias de Madrid.

Qué maravilloso es eso de tener un enorme y caudaloso río atravesando tu ciudad y no un arroyo tóxico como el Manzanares. Eso sí, aunque Budapest es preciosa, la calidad de vida parece ser bastante peor que en Praga. Además los húngaros tienen una extraña afición por los solariums, así que caminas todo el día junto a tanoréxicas pese a que el sol no sale ni a saludar. Todos los platos que probé sabían a paprika, que viene a ser su pimentón y da igual que receta pidas que ahí está, intoxicándote. La cerveza la sirven templada y está bastante mala.

Después de cinco horas subiendo y bajando colinas, cruzando puentes y esquivando calles en obras nos daban al fin tiempo para comer. Dormí la siesta para no dejar de promocionar la Marca España y cuando desperté apareció Ana con Marcelo, su novio, que había venido de viaje express. La noche prometía ser un capítulo de Gossip Girl, navegando de noche por el Danubio con barra libre. Al final fue más un capítulo de Los Serrano, con Jesús Bonilla sirviendo champán de marca blanca y Belén Rueda vomitando por la borda. Eso sí, la cerveza era Heineken. Obviamente tuvieron que parar el barco para subir más alcohol. Yo me cogí un pedo interesante mientras fumaba en la cubierta disfrutando de un paisaje iluminado por los dioses. Budapest es más bonita de noche. Y es rematadamente bonita de noche y borracho.

Intenté montar un show tipo Chanquete pero al final nos echaron del barco y salí tambaleándome antes de que algún húngaro me llenase de cemento las Vans y me tirase al río. La idea era salir, pero Ana y Marcelo se piraron al hotel y Amanda estaba cansada. Los Erasmus son unos bordes y son lo menos friendly que te puedas echar a la cara. Así que me dediqué a darle la chapa a Amanda con lo mierda que es el universo y todas esas cosas existenciales que se reflexionan cuando vas ebrio. Al menos Amanda es del mismo país que yo y no tengo que iniciar absurdas diatribas sobre política monetaria o social cleavages in Southern Europe.

Obviamente para volver nos colamos en el tranvía, pero como el karma está obsesionado con joderme la vida, nos pilló un revisor justo en la parada que teníamos que bajarnos. Yo no tenía ninguna intención de enfrentarme a las fuerzas de seguridad húngaras, que no tienen muy buenas referencias, así que le tiré a la cara un billete de mil florines y salimos corriendo. Después me sentí mal porque podría haber corrido sin pagar. Luego pensé que mil florines son tres euros y que me hubiese salido más caro pagar todos los viajes que hice en transporte público.

Inmerso en mi depresión me dediqué a probar toda la gama de productos Milka para saciar mi drama, encarnando a una especie de Bridget Jones austrohúngara. A la mañana siguiente todos decidieron ir a las termas pero yo no tenía bañador así que me largué con Ana y Marcelo a una exposición de Robert Capa. Disfrutar de decenas de espeluznantes fotografías de la Guerra Civil no me ayudó a sentirme mejor. Pero al menos desplacé el drama hacia los republicanos. Desde luego la historia de España se ha construido siempre sobre la injusticia.

Paseamos por la ciudad, comimos y disfrutamos de los últimos momentos en una ciudad mágica. Hacia las seis de la tarde partimos de nuevo a Praga, y el viaje de autobús se me hizo insoportable. Cuando llegamos eran más o menos las doce y media, y Ana y yo nos congelamos volviendo a casa con mucho peso encima y pocas ganas de empezar una nueva semana. Praga tiene la niebla más espesa que vi jamás. Tras la caminata por Hogwarts, al fin tenía de nuevo cerca a mi querido edredón.

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