domingo, 17 de noviembre de 2013

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Llegó el momento de girar un poco por Europa, en este caso hacia Budapest. Para los que consideráis Europa del Este todo lo que está a la derecha de Alemania, os comentaré que si lo dices por aquí se cabrean. Hungría, como República Checa, es un país centroeuropeo. Y en Europa Central todo está cerca. Solo seis largas y soporíferas horas de viaje de autobús, lo cual no está tan mal si piensas en esas familias de Bilbao que bajaban en los setenta a pasar las vacaciones en Huelva. Y sin atravesar ninguna frontera.

El autobús nos abandonó en medio de la ciudad y nos dirigimos al GoodMo Hostel, que por cierto recomiendo encarecidamente. Hicimos el check-in, deshicimos la maleta y todas esas chorradas. Después, Ana y yo huimos a pillar algo de comer porque todo el mundo había tenido la maravillosa idea de traerse un bocadillo pero, obviamente, nosotros no. Un euro son aproximadamente 300 florines húngaros, por lo que es un país en el que es fácil ser millonario. Según el tipo de cambio de hoy, solo necesitas 3352,17 euros, aunque visto el percal tampoco es tarea sencilla. El caso es que es un coñazo de moneda porque una cena te puede costar 1594 florines y acabas montando un show de monedas y billetes variopintos para pagar un puto sandwich.

Dormimos la siesta porque el día anterior no habíamos dormido gracias a un maravilloso trabajo de la universidad. A lo tonto ya era la hora de la cena, en realidad las seis o siete de la tarde, en la que nos iban a deleitar con lo que el folleto prometía: una cena gratis de especialidades húngaras. En la cruda realidad nos esperaban varios platos de plástico de lo que en España denominamos Patatas a la Riojana. El chorizo lo habían sustituido por salchichas y habían triplicado la cantidad de pimentón. Yo estaba aterrorizado porque sabían exactamente igual que las del comedor de mi colegio. Alguna señora llamada Toñi estaba detrás de la barra, estoy convencido.

El caso es que causaron furor y se acabaron enseguida, así que tuvieron que pedir 20 pizzas para alimentar a hordas de Erasmus enfurecidos (y borrachos). Ana y Amanda no tenían ganas de salir y yo estaba cansado, así que nos fuimos a dormir pronto. Durante la noche fui atacado y me levanté en pleno pánico porque pensaba que tendría que vivir la secuela de Gingerman. Pero no, eran arañas mutantes cuya picadura dolía un huevazo pero no tenían interés en invadir mi casa. No pude desayunar en el hostel porque como en mi habitación dormían otras nueve personas, había cola para la ducha. Y los franceses tardan, de media, cuarenta minutos en ducharse. Menos mal que Ana interpretó a Winona Ryder y me robó uno de los mejores donuts que me he comido en mi vida. 

La razón del madrugón era un tour gratis por la ciudad a cargo de una chavala de infinitas piernas y abrigo de pelo sintético. Empezó diciendo que era su primer día como guía, lo cual me hacía presagiar que dejaría Hungría sabiendo lo mismo del país que cuando llegué: Goulash, porno gay y una democracia derrumbándose.

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