Deberíais
amarme. Comprendo que haya cientos de blogs en el mundo en los que la gente
cuenta sus experiencias Erasmus con un Excel al lado, informando de cuánto
cuesta el metro, el precio medio de la barra de pan o qué monumentos debéis
visitar. Las guías de viajes ya cubren esa avidez informativa. Me gustan los
datos, pero también me gusta la ginebra, y si puedo inundar mis vivencias, las
inundo. Es extraño que nadie os cuente la percepción que tiene de un país
nuevo, de un modo de vida que no se parece, ni de lejos, al que acostumbraba
tener y de los claroscuros que tiene esto de vivir lejos de mamá.
Praga es
una ciudad bellísima, de eso no cabe duda. Pero también es una ciudad repleta
de contrastes. Yo diría que el 90% de la población tiene un Skoda Octavia, así
que presupongo que respetan y apoyan al adalid de su industria. Pero también
hay un 5% de ciudadanos que tienen magníficos Porsche, BMW relucientes o brillantes
Ferrari que miran hacia los vagabundos y les roban la poca dignidad que les
queda. También hay otro sector poblacional que llena de humo tóxico la ciudad y
conduce coches de la época comunista, con chatarra en los asientos de atrás y
el óxido carcomiendo la carrocería.
Soy un
ignorante, así que no se si en otros países se puede palpar tan fácilmente la
desigualdad, pero es llamativo descubrir que aquí la ciudadanía está separada
por abismos insondables. De hecho, el otro día leí que República Checa es el
país líder en consumo de metanfetamina. En Praga, si escoges la ruta incorrecta
y acabas debajo de un puente o en una calle poco transitada, es normal ver a
gente fumando crack. Y no seré yo el
que demonice las drogas, desde luego, pero cuando te enfrentas a esa realidad
de frente, te das cuenta de que quizá esas personas hubieran tenido vidas
diferentes si papá Estado tuviese unos programas de reinserción más eficientes.
Creo
firmemente que Europa ha sido siempre el estandarte del Estado del Bienestar y
de la sociedad solidaria, la que no mira a otro lado y prefiere tender la mano
antes que esposar la mano del que pide ayuda. Pero cuando ves que una persona
baja del tranvía con una brecha en la cabeza y sangre cayendo por su cara, y te
das cuenta de que el resto de los viandantes continúan su caminata sin girar la
cara, te empiezas a preguntar dónde queda todo eso del Bienestar.
Cierto es
que esta ciudad minimiza al máximo lo que en España consideramos agravios
comparativos. Hasta el más pobre puede salir a cenar o a tomar una cerveza. El
abono transporte para tres meses me ha costado 700 coronas, unos 30 euros, menos
de lo que pagaba en Madrid por un mes. Las discotecas o bien son gratis o
cuestan máximo unos 4 euros. Es fácil ser feliz aquí, al menos si lo comparas
con las familias españolas echando cuentas y considerando el McDonalds como un
lujo para satisfacer a los chavales.
Perdonad que
me ponga reivindicativo, pero es que justo antes de venir leí un artículo en el
que un economista sugería que España debía bajarse de la parra y empezar a
competir con los países que realmente están a su altura, como Polonia y
República Checa. Recuerdo que me sentó mal, y que pensé que debíamos pelear
contra los líderes, Alemania o Francia. No entendía por qué nos comparaban con
países tercermundistas. Ahora sé que la sociedad checa le da mil vueltas a la
española en decenas de asuntos.
Para que
os hagáis una idea, la semana que viene hay elecciones al Parlamento. El partido
que estaba gobernando con mayoría absoluta ahora tiene poco más del 6% de apoyo
en las encuestas. La tolerancia con la corrupción es nula, están muy quemados
desde la caída del comunismo. Y sí, aún con mayoría absoluta, aquí el
presidente dimitió. No fue por financiación ilegal, sino porque su secretaria,
y amante, utilizó los servicios secretos del país para espiar a su mujer. Si el
Caso Bárcenas estallase aquí, el Parlamento estaría ardiendo.
Esa es solo
una de las múltiples razones por las que cada día me levanto y pienso que
preferiría no volver jamás al país que me vio nacer y que espero que no me vea
morir. Aunque sí espero que me vea crecer, al menos un tiempo, porque te das
cuenta de que cuando estás fuera, dedicas gran parte de tu tiempo a añorar
todas las cosas que has dejado atrás.
Echo de
menos a mis amigos, a mi familia, y me doy cuenta de que son mucho más
necesarios de lo que creía y de que me gustaría meterles a todos en un avión
para que paseasen conmigo por las pedregosas aceras. Y compartir historias
cervezas mediante. Porque esa es otra de las razones por las que me quiero
quedar. Aquí las cañas son de medio litro.
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