jueves, 17 de octubre de 2013

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El encuentro con los buddys fue raro. Llegamos a la estación de metro más cercana y le preguntamos a una checa dónde estaba exactamente el lugar que buscábamos, pero nos contestó con un dobrý den y un golpe de pelazo. Empezamos a andar de manera aleatoria y sorprendentemente encontramos el punto de encuentro. Nos recibió una checa muy maja y un grupo de unas cincuenta personas.

Un neozelandés nos hizo las típicas preguntas sobre la sangría y la siesta, y nos habló de paellas y fiesta, más o menos la marca España en estos latifundios. Fuimos a un bar y pedimos una cerveza, y otra, y otra. Y así. Se nos olvidó cenar, que es algo totalmente normal aquí, teniendo en cuenta que cenan a las siete de la tarde y nosotros habíamos quedado a las ocho. Presuponemos que la gente había salido cenada de casa, pero nosotros andábamos con el estómago vacío.

Según el pedo iba subiendo yo me venía más y más arriba. Ana se ríe de mí porque cuando conozco a alguien de otro país tiendo a decir In spain, we use to…, seguido de cualquier anécdota estúpida e irrelevante para mostrar a los ciudadanos de otros países nuestra idiosincrasia. Le dije a una alemana que para nosotros el cine alemán eran las películas de los domingos en Antena 3, niñas secuestradas, mujeres violadas y asesinatos cerca de un lago. No le hizo mucha gracia pero creo que le caí bien.

Seguimos bebiendo y el bar cerró como a las once, así que cuando salimos ya íbamos con un pedo importante. De repente el checo líder de la manada, que por cierto me tiraba los trastos, decidió que era el momento de trasladarnos a una discoteca. Estaba cerca y fuimos hablando con un francés que tenía unas orejas muy graciosas y con un eslovaco que había sido jugador de la selección de fútbol de Eslovaquia pero se había tenido que retirar por una lesión.

Llegamos al Astronomic Club, que viene a ser como Kapital en Madrid pero algo más tercermundista. Yo saqué mi cartera para pagar la entrada pero resulta que era gratis, así que tuve una ligera erección. Bajamos las escaleras y aparecimos en una especie de bar, en el cual medio litro de cerveza valía unas 30 coronas, que viene a ser un euro y poco, así que yo estaba en la gloria. Ana se pidió un mojito que le costó unos 3 euros, así que también estaba en la gloria.

Bailamos un rato y Ana decidió que necesitábamos un porro porque llevábamos casi un mes en el país y todavía no habíamos fumado. Decidió preguntarle a un rasta que estaba fumándose uno, pero la acusó de ser agente de policía. El rasta malrollero estuvo a punto de escupirle pero decidió irse para no crear gresca. De repente apareció un turco llamado Omar que nos invitó a un porro. Ciertamente sabía a gloria después de tanto tiempo, pero cuando le fuimos a pedir el teléfono de un camello se subió a un tranvía.

Además Omar iba a pasar el resto del mes fuera de Praga, así que no había esperanza de tener camello. Al menos volvimos a casa dando un paseo y chocándonos contra las paredes. Cuando llegamos, Ana se tiró sobre la cama y tuve que desvestirla, entre el erotismo y la necesidad. Hay que ver la facilidad que tiene el cuerpo para adaptarse a la ausencia de THC y sorprenderse de nuevo con la sustancia girando en nuestro interior.

Desde luego esa noche dormimos muy a gusto. 

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