domingo, 6 de octubre de 2013

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“Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto. Sus muchas patas, ridículamente pequeñas en comparación con el resto de su tamaño, le vibraban desamparadas ante los ojos.”

LA METAMORFOSIS - Franz Kafka

Más o menos esto fue lo que me pasó al despertarme. Tiene cojones que me pase en la ciudad de Kafka. Gingerman hacía acto de presencia. Y eso que el primer día no eran más que unas cuantas picaduras de chinche en el brazo. Renombramos a nuestras nuevas amigas como gingers porque sin duda es una palabra mucho más graciosa que bed bugs. Durante los diez días que permanecimos en el hostel, mi cuerpo fue adquiriendo progresivamente un relieve abrupto y escarpado. Si alguien me hubiera dado un masaje habría podido leer en mi espalda mensajes satánicos en braille. Tenía picaduras de tamaños variados desde la cabeza hasta los pies.

A Ana todo esto le hacía mucha gracia, porque durante la primera semana su cuerpo permaneció impoluto. Yo andaba obsesionado con fumigar la maleta y llevar toda la ropa a la lavandería, y ella reía mientras comía manzanas y se echaba crema hidratante. Creíamos que la sangre de Jaén no tenía ningún interés para nuestras amigas las gingers, pero el penúltimo día ocurrió.

Hasta entonces, Ana disfrutaba mucho encendiendo el móvil durante la noche para descubrir cuántas gingers había paseando por su almohada. Pero justo cuando se convenció de que era inmune a sus encantos, se despertó convertida en Gingerwoman. Además, por todo lo grande. Tenía toda la cara y el cuello repleto de picaduras, y yo tuve que mentir repetidamente con frases como “tía, si no te fijas no se nota”. No encontramos ninguna tienda de burkas, así que se dedicó durante unos días a observar el mundo tras una bufanda marrón.

Sus padres insistían en que fuésemos a un hospital y denunciásemos al hostel. A mis padres les dio la risa y poco más. Pasamos de hospitales, que aquí no hay sanidad pública y sale carísimo enfermar. Fuimos a una farmacia y con una performance le explicamos a la amable farmacéutica checa nuestro problema, pero tuvimos que huir despavoridos cuando nos intentó cobrar 1000 coronas - cuarenta pavazos - por una pomada relajante del tamaño de un sobre de kétchup.

Había otro drama paralelo, cuatro maletas que eran caldo de cultivo para que las chinches se montasen un resort. En realidad la solución fue un poco ridícula, porque acabamos dando paseos por Praga con cientos de miles de bolsas de basura llenas de ropa y parecíamos Mayte Zaldívar y la Panto en pleno auge marbellí. Pero bueno, después de unas semanas jugando a ser lavanderas, creo que hemos evitado que las chinches continúen expandiéndose por Praga. Y seguimos vivos, que ya es bastante.

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