“Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño
intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto. Sus
muchas patas, ridículamente pequeñas en comparación con el resto de su tamaño,
le vibraban desamparadas ante los ojos.”
LA METAMORFOSIS - Franz
Kafka
Más o menos esto fue lo que me
pasó al despertarme. Tiene cojones que me pase en la ciudad de Kafka. Gingerman
hacía acto de presencia. Y eso que el primer día no eran más que unas cuantas
picaduras de chinche en el brazo. Renombramos a nuestras nuevas amigas como
gingers porque sin duda es una palabra mucho más graciosa que bed bugs. Durante los diez días que
permanecimos en el hostel, mi cuerpo fue adquiriendo progresivamente un relieve
abrupto y escarpado. Si alguien me hubiera dado un masaje habría podido leer en
mi espalda mensajes satánicos en braille. Tenía picaduras de tamaños variados desde
la cabeza hasta los pies.
A Ana todo esto le hacía mucha
gracia, porque durante la primera semana su cuerpo permaneció impoluto. Yo
andaba obsesionado con fumigar la maleta y llevar toda la ropa a la lavandería,
y ella reía mientras comía manzanas y se echaba crema hidratante. Creíamos que
la sangre de Jaén no tenía ningún interés para nuestras amigas las gingers,
pero el penúltimo día ocurrió.
Hasta entonces, Ana disfrutaba
mucho encendiendo el móvil durante la noche para descubrir cuántas gingers
había paseando por su almohada. Pero justo cuando se convenció de que era
inmune a sus encantos, se despertó convertida en Gingerwoman. Además, por todo
lo grande. Tenía toda la cara y el cuello repleto de picaduras, y yo tuve que
mentir repetidamente con frases como “tía,
si no te fijas no se nota”. No encontramos ninguna tienda de burkas, así
que se dedicó durante unos días a observar el mundo tras una bufanda marrón.
Sus padres insistían en que
fuésemos a un hospital y denunciásemos al hostel. A mis padres les dio la risa
y poco más. Pasamos de hospitales, que aquí no hay sanidad pública y sale
carísimo enfermar. Fuimos a una farmacia y con una performance le explicamos a
la amable farmacéutica checa nuestro problema, pero tuvimos que huir
despavoridos cuando nos intentó cobrar 1000 coronas - cuarenta pavazos - por una pomada relajante del
tamaño de un sobre de kétchup.
Había otro drama paralelo, cuatro
maletas que eran caldo de cultivo para que las chinches se montasen un resort.
En realidad la solución fue un poco ridícula, porque acabamos dando paseos por
Praga con cientos de miles de bolsas de basura llenas de ropa y parecíamos
Mayte Zaldívar y la Panto en pleno auge marbellí. Pero bueno, después de unas semanas
jugando a ser lavanderas, creo que hemos evitado que las chinches continúen
expandiéndose por Praga. Y seguimos vivos, que ya es bastante.
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