Ana bajó al andén en ascensor
porque ella es ante todo una señora. Resulta que habíamos validado mal el
billete y yo rezaba por no cruzarnos con un revisor, que por lo visto aquí hay
muchos y muy bordes. La pobre Ana estaba desolada en el metro, con dos maletas
con sobrepeso y viendo gente fea que volvía a casa del trabajo. Aquí la gente
es o muy fea o muy guapa, en España la belleza está mejor repartida, una
especie de Estado del Sexy-Bienestar.
Ana cree que aquí todo el mundo
habla inglés, cosa totalmente falsa, porque llevamos aquí varias semanas y
todavía no hemos encontrado un mayor de 30 años que lo hable. En cambio los
jóvenes tienen un nivel de inglés muy bueno, y la gente que trabaja en la
hostelería también. Se nota que viven del turismo.
El metro es pequeño, pero cómodo,
y se entrelaza con cientos de autobuses y tranvías ciertamente eficientes.
Además, como vivimos más o menos en el centro, tenemos unas comunicaciones
envidiables. La gente va a su bola, como en toda ciudad mínimamente grande,
pero como los checos son bastante educados y no soportan los berridos típicos
de los españoles, se viaja prácticamente en silencio incluso si no vas solo.
Como mucho te aparece un checo medio pedo que se tira un eructo que retumba en
todo el vagón o unos turistas del sur de Europa.
Nuestro hostel estaba cerca de la
parada de Karlovo náměstí, así que
no tuvimos que hacer transbordo. Un alivio, porque parecía que llevábamos tres
cadáveres en cada maleta. Nos bajamos del tren y de repente apareció ante
nosotros una escalera mecánica que debía llevar por lo menos hasta la
troposfera. Como la República Checa fue un
país comunista durante varias décadas, el metro se construyó pensando en su uso
como búnker para la población en caso de bombardeos. Ana, como es de Jaén,
estuvo a punto de vomitar sobre la cara del checo que tenía detrás, pero pese al
cansancio y el vértigo consiguió subir. Total, como no habíamos comido tampoco
había mucho que vomitar.
Salimos del metro y nos encaminamos
hacia el hostel, que estaba bastante cerca. Sin embargo, como aquí los
conductores son esquizofrénicos, estuvimos a punto de morir en varias
ocasiones. Además, hay que colocarse como en una carrera de atletismo en cada
paso de cebra, porque los semáforos duran una media de 5 segundos, y tienes que
esperar al menos un minuto para que vuelva a ponerse en verde para los
peatones.
En resumen, en Praga los peatones
son ETA. Los coches tocan el claxon incluso si está cruzando una señora de
noventa años o un chaval en silla de ruedas. Los tranvías te avisan con una puta
campanita pero ni pensar en reducir mínimamente la velocidad antes de
atropellarte. Y es un problema, porque con tantas vías, calles empedradas con
agujeros y cuestas mortales, como que no es muy sencillo correr sin romperte
una pierna. Especialmente si llueve.
Al fin llegamos a la puerta del
hostel, que estaba en una plaza bastante tranquila. No imaginábamos el infierno
que nos esperaba al otro lado. Diez días de sufrimiento y dramas que en cierto
modo ahora veo como divertidos. Pero me estuve cagando en la puta los diez
días, así que no sé si he desarrollado una especie de Síndrome de Estocolmo
hacia los hostel mugrientos.
¿Habéis visto la película Hostel?
Pues eso.
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