Madre mía. Es lo que me pasa por
la cabeza en el momento en el que bajo de un avión, por primera vez en cinco
años. Y sí, en lo primero en lo que pienso es en mi madre, en qué cojones voy a
hacer sin sus estofados, sus lentejas y el adorable olor a suavizante de marca
blanca en mi ropa. También echaré de menos sus gritos, pero menos. El caso es
que yo, que siempre me las he dado de cosmopolita y openminded, he viajado lo mismo que una aldeana que recoge
berenjenas. Prácticamente nada.
En Czech Airlines nos habían
prometido una comida ligera durante
el vuelo, que básicamente consistió en un vaso de Coca Cola y una bolsa de
galletitas saladas. ODIO LAS GALLETITAS SALADAS. Al menos, la aerolínea, que se
autodenomina como la más puntual del mundo, nos dejó a la hora acordada en
tierras checas. Ruzyně, el aeropuerto de Praha, no es tan espectacular como la
T4 de Barajas, pero supongo que los ciudadanos checos tardarán menos en
pagarlo. Ahora lo han renombrado como Václav Havel, que es una especie de
semidiós por estos latifundios.
No os he hablado de mi compañera
de viaje, mi amiga Ana, llamada a darle estabilidad a mi peripecia Erasmus,
porque siempre está bien tener a alguien que escuche tus dramones y se coma las
galletitas saladas que tú no quieres. Está un poco obsesionada con comer ligero
y chorradas así, pero si le pones ojitos se apunta a una jarra de cerveza. Y a
dos. Y a tres. Y así hasta que acabamos como las Grecas.
En fin, la primera misión era
conseguir coronas, porque aquí pasan de las movidas del euro y de lamerle el
culo a la Merkel. Mission accomplished.
La segunda misión era conseguir algo de comer antes de desmayarnos en una cinta
de equipajes, pero le dejé esa tarea a Ana y compró pan sin gluten con sabor a
miel y una especie de mortadela que olía a cerdos que han sufrido mucho antes
de ser sacrificados. Mission accomplished
(pero regular). La tercera misión parecía sencilla, pero como Ana se empeña en
hablarle en portugués a la gente, tardamos una media hora en conseguir los
tickets que nos permitirían no protagonizar la versión cañí de La Terminal y
huir del aeropuerto. Mission accomplished
(una lástima, me hubiese encantado ser Tom Hanks un ratito).
Tras
equivocarnos quince veces de parada, llegamos por fin al autobús 100, que es
como muy antiguo, pero a la vez tiene pantallas de plasma con un sistema super
intuitivo para saber en qué parada estás. En realidad es una metáfora de cómo
funciona la República Checa, instalaciones comunistas ocupadas por máquinas
expendedoras de refrescos, pantallas de plasma y ordenadores de última
generación. Es una mezcla curiosa, la verdad. Y tras aplastar los pies de unos
cuantos pasajeros con mi maleta del Alcampo, llegamos a Zličin, dispuestos a
adentrarnos en el metro que en teoría nos llevaría al centro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario