miércoles, 25 de septiembre de 2013

/01/


Madre mía. Es lo que me pasa por la cabeza en el momento en el que bajo de un avión, por primera vez en cinco años. Y sí, en lo primero en lo que pienso es en mi madre, en qué cojones voy a hacer sin sus estofados, sus lentejas y el adorable olor a suavizante de marca blanca en mi ropa. También echaré de menos sus gritos, pero menos. El caso es que yo, que siempre me las he dado de cosmopolita y openminded, he viajado lo mismo que una aldeana que recoge berenjenas. Prácticamente nada.

En Czech Airlines nos habían prometido una comida ligera durante el vuelo, que básicamente consistió en un vaso de Coca Cola y una bolsa de galletitas saladas. ODIO LAS GALLETITAS SALADAS. Al menos, la aerolínea, que se autodenomina como la más puntual del mundo, nos dejó a la hora acordada en tierras checas. Ruzyně, el aeropuerto de Praha, no es tan espectacular como la T4 de Barajas, pero supongo que los ciudadanos checos tardarán menos en pagarlo. Ahora lo han renombrado como Václav Havel, que es una especie de semidiós por estos latifundios.

No os he hablado de mi compañera de viaje, mi amiga Ana, llamada a darle estabilidad a mi peripecia Erasmus, porque siempre está bien tener a alguien que escuche tus dramones y se coma las galletitas saladas que tú no quieres. Está un poco obsesionada con comer ligero y chorradas así, pero si le pones ojitos se apunta a una jarra de cerveza. Y a dos. Y a tres. Y así hasta que acabamos como las Grecas.

En fin, la primera misión era conseguir coronas, porque aquí pasan de las movidas del euro y de lamerle el culo a la Merkel. Mission accomplished. La segunda misión era conseguir algo de comer antes de desmayarnos en una cinta de equipajes, pero le dejé esa tarea a Ana y compró pan sin gluten con sabor a miel y una especie de mortadela que olía a cerdos que han sufrido mucho antes de ser sacrificados. Mission accomplished (pero regular). La tercera misión parecía sencilla, pero como Ana se empeña en hablarle en portugués a la gente, tardamos una media hora en conseguir los tickets que nos permitirían no protagonizar la versión cañí de La Terminal y huir del aeropuerto. Mission accomplished (una lástima, me hubiese encantado ser Tom Hanks un ratito).

Tras equivocarnos quince veces de parada, llegamos por fin al autobús 100, que es como muy antiguo, pero a la vez tiene pantallas de plasma con un sistema super intuitivo para saber en qué parada estás. En realidad es una metáfora de cómo funciona la República Checa, instalaciones comunistas ocupadas por máquinas expendedoras de refrescos, pantallas de plasma y ordenadores de última generación. Es una mezcla curiosa, la verdad. Y tras aplastar los pies de unos cuantos pasajeros con mi maleta del Alcampo, llegamos a Zličin, dispuestos a adentrarnos en el metro que en teoría nos llevaría al centro. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario