Cruzamos la puerta del hostel y
nos vimos frente a unas lentes hipnóticas, unas gafas de montura al aire con
huellas dactilares superpuestas. Un muchacho con acné nos comunicaba que si
habíamos reservado diez días, teníamos que pagar los diez días. Estábamos hasta
los huevos de arrastrar maletas por calles empedradas, así que le di mi tarjeta
de crédito y empezamos a firmar papeles. Comentó después que debíamos añadir un
4% extra por realizar el pago con tarjeta de crédito. Todo nos daba un poco
igual, así que pagamos y punto. Nos dio dos juegos de sábanas, dos toallas
liliputienses y una llave con el icono de un chile y el número 42 al lado.
Teníamos que subir cuatro plantas
de un edificio antiguo, repleto de humedades y obviamente sin ascensor. Ana le
pidió ayuda a un apuesto jovenzuelo que subió sus maletas hasta el cuarto piso.
Pero yo no tengo una 90 de pecho, así que me dediqué a autoconvencerme de que
en cierto modo subir 40 kilos de peso era hacer ejercicio. Mis bíceps siguen
igual, así que supongo que lo máximo que conseguí fue un intenso dolor de
cuello que me duró una semana.
Algo nos olía mal desde el
principio, porque habíamos solicitado una habitación doble y aparecimos en un
habitáculo con ocho camas. Al menos era para nosotros solos, así que pensamos
que sería una ventaja. Pero claro, cuando te dan una habitación tan grande sin
motivo es porque algo se oculta en sus paredes/colchones/suelos.
Bajamos de nuevo y le preguntamos
al recepcionista seborreico dónde podíamos ir a cenar. Fue lo único bueno que
hizo durante nuestra estancia. Nos recomendó un restaurante típicamente checo
cerca del hostel, y allí pasamos muchas noches entre jarras de cerveza y comida
grasienta. Un sitio muy guay y sobre todo muy barato. Además, aquí se puede
fumar en la mayoría de los bares, no sé qué más se puede pedir.
Durante los diez días que pasamos
en el hostel, nos dio tiempo de sobra para ver la primera temporada de Orange
is the new black (por cierto, nos ha encantado). Al terminar el primer capítulo
decidimos que estábamos cansados, pero al irme a la cama descubrí unos
graciosos bichos negros paseando sobre el colchón, así que me cambié de cama y
caí en coma. Al levantarme, descubrí que ya no era quién yo creía que era. Me
desperté convertido en Gingerman.