sábado, 28 de septiembre de 2013

/03/


Cruzamos la puerta del hostel y nos vimos frente a unas lentes hipnóticas, unas gafas de montura al aire con huellas dactilares superpuestas. Un muchacho con acné nos comunicaba que si habíamos reservado diez días, teníamos que pagar los diez días. Estábamos hasta los huevos de arrastrar maletas por calles empedradas, así que le di mi tarjeta de crédito y empezamos a firmar papeles. Comentó después que debíamos añadir un 4% extra por realizar el pago con tarjeta de crédito. Todo nos daba un poco igual, así que pagamos y punto. Nos dio dos juegos de sábanas, dos toallas liliputienses y una llave con el icono de un chile y el número 42 al lado.

Teníamos que subir cuatro plantas de un edificio antiguo, repleto de humedades y obviamente sin ascensor. Ana le pidió ayuda a un apuesto jovenzuelo que subió sus maletas hasta el cuarto piso. Pero yo no tengo una 90 de pecho, así que me dediqué a autoconvencerme de que en cierto modo subir 40 kilos de peso era hacer ejercicio. Mis bíceps siguen igual, así que supongo que lo máximo que conseguí fue un intenso dolor de cuello que me duró una semana.

Algo nos olía mal desde el principio, porque habíamos solicitado una habitación doble y aparecimos en un habitáculo con ocho camas. Al menos era para nosotros solos, así que pensamos que sería una ventaja. Pero claro, cuando te dan una habitación tan grande sin motivo es porque algo se oculta en sus paredes/colchones/suelos.

Bajamos de nuevo y le preguntamos al recepcionista seborreico dónde podíamos ir a cenar. Fue lo único bueno que hizo durante nuestra estancia. Nos recomendó un restaurante típicamente checo cerca del hostel, y allí pasamos muchas noches entre jarras de cerveza y comida grasienta. Un sitio muy guay y sobre todo muy barato. Además, aquí se puede fumar en la mayoría de los bares, no sé qué más se puede pedir.

Durante los diez días que pasamos en el hostel, nos dio tiempo de sobra para ver la primera temporada de Orange is the new black (por cierto, nos ha encantado). Al terminar el primer capítulo decidimos que estábamos cansados, pero al irme a la cama descubrí unos graciosos bichos negros paseando sobre el colchón, así que me cambié de cama y caí en coma. Al levantarme, descubrí que ya no era quién yo creía que era. Me desperté convertido en Gingerman.

jueves, 26 de septiembre de 2013

/02/


Ana bajó al andén en ascensor porque ella es ante todo una señora. Resulta que habíamos validado mal el billete y yo rezaba por no cruzarnos con un revisor, que por lo visto aquí hay muchos y muy bordes. La pobre Ana estaba desolada en el metro, con dos maletas con sobrepeso y viendo gente fea que volvía a casa del trabajo. Aquí la gente es o muy fea o muy guapa, en España la belleza está mejor repartida, una especie de Estado del Sexy-Bienestar.

Ana cree que aquí todo el mundo habla inglés, cosa totalmente falsa, porque llevamos aquí varias semanas y todavía no hemos encontrado un mayor de 30 años que lo hable. En cambio los jóvenes tienen un nivel de inglés muy bueno, y la gente que trabaja en la hostelería también. Se nota que viven del turismo.

El metro es pequeño, pero cómodo, y se entrelaza con cientos de autobuses y tranvías ciertamente eficientes. Además, como vivimos más o menos en el centro, tenemos unas comunicaciones envidiables. La gente va a su bola, como en toda ciudad mínimamente grande, pero como los checos son bastante educados y no soportan los berridos típicos de los españoles, se viaja prácticamente en silencio incluso si no vas solo. Como mucho te aparece un checo medio pedo que se tira un eructo que retumba en todo el vagón o unos turistas del sur de Europa.

Nuestro hostel estaba cerca de la parada de Karlovo náměstí, así que no tuvimos que hacer transbordo. Un alivio, porque parecía que llevábamos tres cadáveres en cada maleta. Nos bajamos del tren y de repente apareció ante nosotros una escalera mecánica que debía llevar por lo menos hasta la troposfera. Como la República Checa fue un país comunista durante varias décadas, el metro se construyó pensando en su uso como búnker para la población en caso de bombardeos. Ana, como es de Jaén, estuvo a punto de vomitar sobre la cara del checo que tenía detrás, pero pese al cansancio y el vértigo consiguió subir. Total, como no habíamos comido tampoco había mucho que vomitar.

Salimos del metro y nos encaminamos hacia el hostel, que estaba bastante cerca. Sin embargo, como aquí los conductores son esquizofrénicos, estuvimos a punto de morir en varias ocasiones. Además, hay que colocarse como en una carrera de atletismo en cada paso de cebra, porque los semáforos duran una media de 5 segundos, y tienes que esperar al menos un minuto para que vuelva a ponerse en verde para los peatones.

En resumen, en Praga los peatones son ETA. Los coches tocan el claxon incluso si está cruzando una señora de noventa años o un chaval en silla de ruedas. Los tranvías te avisan con una puta campanita pero ni pensar en reducir mínimamente la velocidad antes de atropellarte. Y es un problema, porque con tantas vías, calles empedradas con agujeros y cuestas mortales, como que no es muy sencillo correr sin romperte una pierna. Especialmente si llueve.

Al fin llegamos a la puerta del hostel, que estaba en una plaza bastante tranquila. No imaginábamos el infierno que nos esperaba al otro lado. Diez días de sufrimiento y dramas que en cierto modo ahora veo como divertidos. Pero me estuve cagando en la puta los diez días, así que no sé si he desarrollado una especie de Síndrome de Estocolmo hacia los hostel mugrientos.

¿Habéis visto la película Hostel? Pues eso.

miércoles, 25 de septiembre de 2013

/01/


Madre mía. Es lo que me pasa por la cabeza en el momento en el que bajo de un avión, por primera vez en cinco años. Y sí, en lo primero en lo que pienso es en mi madre, en qué cojones voy a hacer sin sus estofados, sus lentejas y el adorable olor a suavizante de marca blanca en mi ropa. También echaré de menos sus gritos, pero menos. El caso es que yo, que siempre me las he dado de cosmopolita y openminded, he viajado lo mismo que una aldeana que recoge berenjenas. Prácticamente nada.

En Czech Airlines nos habían prometido una comida ligera durante el vuelo, que básicamente consistió en un vaso de Coca Cola y una bolsa de galletitas saladas. ODIO LAS GALLETITAS SALADAS. Al menos, la aerolínea, que se autodenomina como la más puntual del mundo, nos dejó a la hora acordada en tierras checas. Ruzyně, el aeropuerto de Praha, no es tan espectacular como la T4 de Barajas, pero supongo que los ciudadanos checos tardarán menos en pagarlo. Ahora lo han renombrado como Václav Havel, que es una especie de semidiós por estos latifundios.

No os he hablado de mi compañera de viaje, mi amiga Ana, llamada a darle estabilidad a mi peripecia Erasmus, porque siempre está bien tener a alguien que escuche tus dramones y se coma las galletitas saladas que tú no quieres. Está un poco obsesionada con comer ligero y chorradas así, pero si le pones ojitos se apunta a una jarra de cerveza. Y a dos. Y a tres. Y así hasta que acabamos como las Grecas.

En fin, la primera misión era conseguir coronas, porque aquí pasan de las movidas del euro y de lamerle el culo a la Merkel. Mission accomplished. La segunda misión era conseguir algo de comer antes de desmayarnos en una cinta de equipajes, pero le dejé esa tarea a Ana y compró pan sin gluten con sabor a miel y una especie de mortadela que olía a cerdos que han sufrido mucho antes de ser sacrificados. Mission accomplished (pero regular). La tercera misión parecía sencilla, pero como Ana se empeña en hablarle en portugués a la gente, tardamos una media hora en conseguir los tickets que nos permitirían no protagonizar la versión cañí de La Terminal y huir del aeropuerto. Mission accomplished (una lástima, me hubiese encantado ser Tom Hanks un ratito).

Tras equivocarnos quince veces de parada, llegamos por fin al autobús 100, que es como muy antiguo, pero a la vez tiene pantallas de plasma con un sistema super intuitivo para saber en qué parada estás. En realidad es una metáfora de cómo funciona la República Checa, instalaciones comunistas ocupadas por máquinas expendedoras de refrescos, pantallas de plasma y ordenadores de última generación. Es una mezcla curiosa, la verdad. Y tras aplastar los pies de unos cuantos pasajeros con mi maleta del Alcampo, llegamos a Zličin, dispuestos a adentrarnos en el metro que en teoría nos llevaría al centro.